Mamá,
le dijo el niño, eres Hermosa;
tu
rostro es el trasunto de una diosa.
La
madre sonrióse enternecida,
Mas
el niño, tornando a otras ideas,
Añadió
con palabras conmovidas:
Pero,
en cambio, tus manos ¡son tan feas!
Calló
el niño al mostrar estos decires,
Mas
replicó la madre: no las mires,
Si
tanto te disgusta contemplarlas…
No
lo puedo evitar, le dijo el niño,
Si
al palparlas con ávido cariño,
Tengo,
¡oh madre!, al instante que apartarlas.
El
padre que escuchaba al niño dijo:
Te
contaré una historia, mi buen hijo.
Hace
tiempo, dormía un niño rozagante;
Encendióse
el mosquitero,
Y
las lumbres del fuego traicionero
Amenazaban
la vida del infante.
La
nodriza corrió despavorida;
Mas
la madre, heroica y decidida,
El
fuego dominó a manotadas,
Salvando
de las llamas a su niño,
Pero
manos de blancor de armiño,
Quedaron
sin piedad carbonizadas.
Cuando,
al final las vendas le quitaron,
Las
manos desformadas le quedaron…
El
niño comprendió, y en un segundo,
Voló
hacia su madre, le besó las manos,
Diciendo
entre sollozos sobrehumanos:
¡No
hay manos cual las tuyas en el mundo!