SAN NICOLAS
(Escrito por nuestro amigo
Daniel Ramírez Meléndez)
“Cuando nacieron les prometí las estrellas del cielo, les hablé de una vida en la que todo iba a ser fácil, ¿cómo iba a imaginar que mis negocios iban a fracasar por la maldad y la ambición? Se veían tan lindas en sus camitas, abrazadas a sus muñecas, sonriendo como angelitos, y hoy que son mujeres los hombres no buscan en ellas la luz de su mirada, lo cristalino de su sonrisa; sólo buscan saciar sus instintos. Dios, de haberlo sabido hubiera preferido que murieran cuando eran pequeñas”.

Así se lamentaba un hombre hincado en la iglesia del pueblo de Patara en un día invernal del siglo IV.

Sus tres lindas hijas, la luz de su vida estaban condenadas a prostituirse al no tener dote para casarse, la vida parece injusta, siempre ha sido injusta para las mujeres, seres vulnerables y sin embargo tan fuertes, que tienen en su ser el santuario de la vida.  Por supuesto que era injusto, pero esas eran las reglas en aquellos tiempos y en aquel lugar, si no tenía dote para sus hijas nadie se casaría con ellas, no les quedaría más que la prostitución para sobrevivir.

Aquel hombre no se dio cuenta de que había un testigo de sus súplicas a la imagen de Cristo sangrante, era Nicolás, un joven seminarista que se conmovió al ver su dolor.

Nicolás era hijo de un hombre rico, desde pequeño tuvo la vocación de servir a Dios, hay seres que realmente tienen la disposición de servir a los designios divinos, Nicolás era uno de ellos; amaba a Dios y su misericordia, tanto, que sintió pesar al ver las lágrimas de aquel hombre. No tenía dudas de la grandeza de Dios, pero no dejaba de pensar que a veces se tardaba en responder, no estaba de más darle una ayuda aquí en la Tierra.

No debía hacerlo, sin embargo salió de la iglesia para seguir al atribulado padre que con pasos lentos y con la cara mirando al piso se dirigió a su hogar, en ella le esperaban sus tres hijas, lindas flores destinadas a marchitarse en plena juventud, a perderse en la podredumbre y la corrupción; ellas que podían ser madres amorosas estaban destinadas a ser sólo objetos de placer.  Era como tomar una rosa y violarla, era como tomar una margarita y mancharla.

Nicolás volvió triste al seminario, no pudo atender a las clases en donde se predicaba del amor de Jesús, se podían hacer grandes cátedras acerca de la vida, pasión y muerte de Cristo, pero no se necesitaba ser muy inteligente para entender el único y verdadero mensaje “Todos somos hijos de Dios, y ese Dios nos ama, y ese Dios nos dice que para ser felices debemos amar a los demás como a nosotros mismos”.

Amar es ver luz en los ojos de otro ser, es desear su felicidad, es padecer sus tristezas; no es sólo perderse en el placer que puede corromper; no es sólo tener muchas mujeres para decírselo a los amigos en noches de copas.  Amar es llegar al hogar y compartir con el ser amado y con los niños producto de ese amor el pan ganado con el trabajo.

Dios no tenia nada que ver con dotes, no tenia nada que ver con la grosera opulencia en que vivían los frailes y obispos; Nicolás sentía ganas de gritar, de descubrir una verdad revelada ya por tantos seres a lo largo de la historia: La palabra de Dios no se debe vender; el amor que Dios nos dio a conocer en boca de Cristo es de todos sin ningún costo.

Pero entendió que no tenia objeto gritar esa verdad que en realidad todos saben, la vida es injusta, el dolor es tanto y tan extendido que no se puede terminar, lo más que podía hacer era iluminar a unos cuantos seres que tuviera a su alcance.

Esa noche Nicolás no durmió, se revolvía en la cama, sólo pudo sentir tranquilidad cuando tomó una decisión, tan rápido dejó de oírse ruido en el seminario salió de su cama y caminando traspasó sus paredes, fue a la casa de su padre, a la que entró a hurtadillas, sabía el lugar en el que guardaba el oro.  Eran tantas las bolsas que ahí se atesoraban, que podían dar felicidad a todos los del pueblo si el egoísmo no las escondiera en esa oscura bóveda; tomó una de las bolsas y con ella se dirigió a la casa del hombre que había rezado tan conmovedoramente en la iglesia.

Subió trabajosamente por la rustica pared, se raspó, se lastimó; sangrante llegó hasta la chimenea y arrojó la bolsa de monedas.

El padre lloraba triste cuando escuchó ruido en su chimenea apagada, el frío era fuerte, sus hijas se juntaban una con otra cubiertas sólo por una frazada, ni una sola rama hacía un conato de fuego.

El hombre se acercó a la chimenea y vio entre las rocas que esperaban sentir la alegría del fuego una bolsa, al abrirla vio que estaba llena de oro.

Alzó sus ojos al cielo anegado en llanto y se dirigió a Dios.

- ¡Gracias Dios mío! ¡me has escuchado! Esta bolsa de oro servirá para asegurar la felicidad de una de mis hijas. ¡Gracias señor!

El agradecido padre desposó a su hija mayor dando como dote la bolsa de oro, fueron días de fiesta.

Pero entonces la realidad volvió, aun le quedaban dos hijas condenadas a la humillación de ver sus cuerpos mancillados por manos corruptas.

Pero Nicolás no se había olvidado de las otras dos chiquillas, todas las noches soñaba con ellas, las veía corriendo felices por el campo, el sol encendía sus mejillas y hacia brillar sus miradas, la risa fácil en ellas hacía que las estrellas brillaran de felicidad.  Después en el mismo sueño las veía violadas, veía perdida para siempre su pureza, veía cómo sus almas tras mucho sufrimiento se corrompían y nacía la maldad.  No, eso no debía ser.

Hizo una escapada más del seminario, un hurto más en su casa rica y una escalada más a la chimenea de aquella familia caída en desgracia.

El padre que oraba a Dios por la felicidad de sus dos hijas escuchó un ruido semejante al de aquella noche en su chimenea siempre apagada, al asomarse vio ahí una nueva bolsa de oro.

- ¡Dios es grande, y grande es su misericordia! – dijo el agradecido padre mirando al cielo.

Con ese oro el hombre casó a su segunda hija, y hubo felicidad en  su rostro y en el de la jovencita que sabía que había sido librada de un cruel destino.

Pero aun le quedaba su más pequeña florecita, su más pequeña niña que a veces parecía una rosa y a veces un clavel, que al reír hacía que los pajarillos llegaran al hogar y lo llenaran de dicha.

Era mucho el pesar que sentía su padre al verla aún perdida en su inocencia hablando con las estrellas.

Y también era mucho el pesar de Nicolás al soñarla violada y sangrante en un lecho corrupto.

Y Nicolás hizo una escapada mas, y hurtó otra bolsa de oro a la grosería que representaba la riqueza de su padre en medio de tanta miseria, el invierno estaba en su apogeo, sus manos estaban tan frías que al trepar por la barda se las lastimaba y sentía dolores atroces, pero no debía fallar, no debía permitir que un viento como ese arrancara a una linda flor en lo máximo de su belleza y la corrompiera, llegó hasta la chimenea, se disponía a arrojar la bolsa de monedas cuando una ráfaga de viento lo aventó y cayó por la chimenea.

El padre que esa noche no podía dormir al pensar en el destino triste de su hija y que incluso contemplaba la posibilidad de asesinarla para evitarle sufrimientos, se sobresaltó al escuchar ruido en su chimenea.  Su rostro se iluminó al ver ahí entre las frías piedras que debían alojar fuego la bolsa llena de oro, la tomó, iba a dar las gracias a Dios, cuando vio que de la chimenea resbalaba el hollín dejado por el fuego que alguna vez había ardido en la chimenea, al asomarse vio a Nicolás que luchaba por desatorarse de la chimenea.

Al desatorarlo reconoció en él joven al seminarista de la iglesia cercana, recordó que sus padres eran ricos, entonces entendió la procedencia de las anteriores bolsas de dinero, besó las manos del joven y se dirigió a Dios.

- Señor, has sido tú en tu gran misericordia quien ha dado a este joven un corazón tan grande para salvar a mis hijas. ¡Gracias señor!

Nicolás se abrazó a aquel hombre y se dirigió a Dios con estas palabras.

"Seria un pecado no repartir mucho, siendo que Dios nos ha dado tanto"

Desde ese día Nicolás se hizo amigo de los niños de su pueblo, en las noches del nacimiento de Jesús iba de puerta en puerta repartiendo juguetes y dulces, su premio era ver la sonrisa en los chiquillos.

Años después, ya como obispo, Nicolás fue enviado a la ciudad de Mira, ahí continuó con sus obras de caridad y amor dirigidas en especial a la niñez.

Una vez desaparecieron tres niños en el pueblo, los hombres hicieron expediciones para buscarlos, buscaron en pozos, en el bosque, en la cumbre de las montañas y los pequeños no aparecían.

Nicolás le rezó a Dios pidiéndole que los pequeños estuvieran bien y que volvieran a los brazos de sus madres que no dejaban de llorar. Cuando terminó su oración alguien llegó corriendo a avisarle del hallazgo.

- ¡Señor obispo! ¡han encontrado a los niños!
- ¿Cómo están? – peguntó ansioso.

El muchacho enviado a avisarle bajó el rostro sin atreverse a decirle.

- Dime ¿cómo están? – Volvió a preguntar el Obispo Nicolás temiendo lo peor.
- Están muertos. – Respondió el muchacho agachando la cabeza.

Nicolás fue conducido al lugar donde estaban los cadáveres de los niños, los tres estaban dentro de un barril lleno de sal, sus cuerpos no estaban descompuestos por la acción del sodio, habían sido asesinados a cuchilladas, aun de las heridas salía sangre, el obispo Nicolás se hincó llorando y se dirigió al cielo:

- Señor: los niños son una esperanza, no permitas que estos tres pequeños se vayan al cielo, todavía no es el momento. ¡Sálvalos!

En cada niño hay una posible esperanza.

Cuando crezcan alguno de ellos podría tener una genial idea para salvar al mundo, no te los lleves Señor.

Mas allá, entre los curiosos, tres mujeres lloraban desconsoladas, eran las madres de los pequeños asesinados.

El obispo Nicolás se puso de pie y tocó los cuerpos de los niños, entonces sucedió el milagro, los pequeños despertaron como si hubieran estado dormidos, uno de ellos se quejó de que le dolían sus ojos, su madre anegada en llanto se acercó, lo abrazó y lo beso, le quitó la sal de los ojos que era lo que le lastimaba, la sangre había desaparecido, las heridas se habían cerrado.

- ¡Milagro! ¡Milagro! - Gritaban todos a grandes voces, el llanto de las madres ahora era de alegría.

- ¡Gracias Dios mío! - dijo el Obispo con los brazos extendidos y con la mirada dirigida al cielo.

Aún el amor de San Nicolás por los niños subsiste, en los seres que no les gusta verles sufrir, ese es el origen de lo que hoy muchos conocen como Santa Claus, pero el verdadero espíritu de Nicolás no es aquel que inventó el mercado, éste está en los padres que ven las sonrisas de sus niños y les quieren por esa sonrisa, que ven sus lágrimas y que se acercan a ellos para abrazarlos y así detener el manantial de su dolor.

DANIEL RAMIREZ MELENDEZ
20 DE NOVIEMBRE DE 2007
CIUDAD DE MEXICO

¿Te gustó este artículo?
¡¡Envíale un aplauso al que lo compartió!!
¿Que te pareció este artículo?
¡Aplausos! ¡Aplausos! ¡Excelente!
¡Está bien!
Perdóname, pero me aburrí un poco.
¿porqué no te pones mejor a ver la televisión?
Tu mail: 

Comentarios:


Gracias por tu participación y tomarte un minuto para mandar tu mensaje,
así contribuyes al mantenimiento de esta página.
Lecturas para compartir.  Club de lectura y amistad.  www.lecturasparacompartir.com