EL RELOJ DEL ABUELO
(Escrito por nuestro amigo Miguel Keegan)Cuando falleció John Keegan en 1969, quienes quedamos en el mundo con su recuerdo comprendimos que con él había finalizado una época. Como a todos los muertos, lo fuimos olvidando poco a poco y nos acostumbramos a su ausencia.
Otros miembros del clan lo siguieron a su tiempo y el bagaje de sueños e historias del abuelo pareció condenado a perderse.
Fue entonces cuando decidí recoger la antorcha caída, con la intención de hacerla brillar en toda su magnificencia. Hoy me cabe la tarea de contarles esta historia, en la que se mezclan la realidad y la fantasía del mismo modo que en la vida del abuelo John.
Aquí expongo una página de infancia y una página de actualidad y ambas integran este relato que atesora las antiguas tradiciones de mi raza de las cuales hoy soy su celoso custodio.
Para todos vosotros, con afecto.
Boulogne, Buenos Aires,
Abril de 1981
Transcripto en febrero de 2010Las sombras caían lentamente y con cuidado, como si temieran despertar a la tarde de un sueño infantil. El sol, rojo y manso, bajaba medroso la inmensa colina del mundo, mientras una multitud de nubes oscuras se aprestaba desde el cardinal opuesto a tender la noche. La brisa, tibia y perfumada, hacía mecer las hierbas del campo en una danza vacilante y sutil, como a sinuosas olas vegetales y dejando caer sobre mí, caricias amantísimas, olorosas de verano. Todavía lejana, la densa silueta del monte del abuelo señalaba mi destino con resignados suspiros de bosque frustrado. A mis espaldas, la ruta de tierra dibujaba remolinos veloces que no podían llegar al cielo y se desvanecían una y otra vez en difusos borrones de polvo sedientos de lluvia.
Mis viajes a Navarro no eran muy frecuentes entonces y cada vez que visitaba esos parajes me sentía tan feliz como en la infancia, recorriendo a pie la distancia entre la ruta y el monte, descubriendo maravillas a cada paso y recordando las pequeñas aventuras de otras edades. Todavía hoy, el campo navarrense es un remanso de paz para quien tiene el destino de desgastarse en la ciudad y cada vez que puedo deslizarme unos días por allí, me regocijo pisando charcas y saltando alambrados como un niño, sin preocuparme ni sentir dolor cuando algún cardo saluda mi descuido con sus espinas.
Pero seguiré mi relato, que para eso me decidí a escribirles esta noche.
No llevaba prisa. Nunca la cargo en mi bolsón cuando me escapo a la cabaña. Nadie me esperaba ni tenía tarea alguna para distraerme. El éxtasis comenzó a despertar en mí a medida que me acercaba al monte y alcanzaba a oir el creciente chismorreo de los pájaros regresando a sus nidos. Desde algún lugar me llegaban mugidos, relinchos y balidos que me elevaban tanto como una de las más bellas composiciones musicales.
En algún momento y sin que lo notara, brotó la luna del suelo y el firmamento fue encendiendo sus lámparas tímidas sin ninguna prisa, pues tenía toda la noche para ello.
De vez en cuando me detenía para escuchar mejor y llenar mis pulmones de aire con la intención de quitarme del cuerpo los resabios de mis días de oficina. Entonces podía oir claramente todos los sonidos naturales del campo y me cargaba con ellos como el saco de una gaita, hasta llenarme el alma y confundirme con el paisaje y su música, trasmutándome y formando parte de ese paraíso.
Poco después llegué al monte. Como siempre lo hacía, salté la tranquera en vez de abrirla y me hallé en el sendero que lleva hasta la cabaña, custodiado por una laboriosa araña que había tejido su trampa con hilos de vidrio, mientras algunos pájaros aún rezaban sus oraciones en sus nidos ocultos, como niños antes de irse a dormir.
Crucé el jardín, abundante de rosas y madreselvas y al cabo me hallé en el porche. Encendí la lámpara y ante la robusta puerta, solitaria y oscurecida, recordé la amada presencia de los abuelos. La abrí con la emoción de quien abre un viejo arcón pirata. Me recibió un vaho de silenciosa soledad, el olor característico de las casas que no están cotidianamente habitadas y vino a mi memoria el antiguo olor de requesones y guisados que anticipaba mis deleites.
Apenas entré me sorprendió la frialdad del viejo fogón, en el que hacía tiempo no brillaban sus brasas perpetuas, aquellas que en mi niñez tantas veces alimenté con marlos y leños, haciendo brotar las llamas como en sagrado ritual. Y pronto repetí aquella experiencia.
Dejé abierta la puerta y abrí también las ventanas, para contemplar la noche. Afuera los árboles dormían susurrantes un sueño húmedo de luz de luna. Preparé un aromático tazón de café y me acomodé felinamente en un sillón, para dejar pasar despreocupadamente las horas. Mientras en el monte filosofaban algunos lechuzones, filosofaba yo en la soledad mis sensaciones placenteras.
Sumido en profundas cavilaciones me asomé al porche y caminé los ojos por el enorme patio. Estaba tan hermoso como siempre, con sus fragancias delicadas y su cesped tierno. Más allá los añosos eucaliptos se erguían como Hierofantes majestuosos. La luna iluminaba todo, con su belleza tantas veces infructuosamente cantada. Y yo era feliz.
De pronto descubrí algo más lejos el pozo. El antiguo pozo amigo de toda la vida. Amigo de mi padre y amigo de mi abuelo. Estaba allí nadie supo jamás desde cuándo, pues ya era viejo cuando se construyó la cabaña original un siglo antes. Se lo remozó algunas veces para que no ofrezca peligro, pero era el mismo antiguo pozo de siempre.
Es uno como cualquiera de los que todavía abundan por allí, con un robusto brocal de piedra musgosa y fresca y unos brazos de troncos barnizados y bien plantados, sosteniendo una barra de hierro con la roldana, la cuerda y el consabido balde, antiguo ingenio que fascinó mi infancia. En su interior profundo, un espejo de agua y, más abajo, un contínuo insondable, el origen en realidad de la presente historia.
Para el abuelo John y sólo para su familia y los amigos más íntimos, ese pozo era la entrada al mundo subterráneo de los Geniecillos.
Irlanda es un país con una importante riqueza histórica y tradicional. No es este un buen momento para tratar sobre historias irlandesas, pero sí es buena oportunidad para hablar acerca de tradiciones, de las que el abuelo había heredado una buena cantidad.
Según él, es Irlanda la única parte de la Atlántida que quedó sin ser cubierta por las aguas, debido a que allí vivía la gente que resultó buena a los ojos de Dios. A través de los siglos le fue permitido conservarse como en la más remota antigüedad, con su espíritu romántico y bondadoso, su gente virtuosa y su paisje paradisíaco. Y, además. con todas las deidades inmortalizadas por incontables poemas, canciones y cuentos, que convivían con los hombres en aquélla época. Así, hasta hoy, habitarían en aquel país, en un vasto subsuelo o en alguna próxima dimensión paralela, duendes, hadas, espíritus bienechores y otros no tanto y toda una vasta corte de seres de naturaleza diferente, que todavía se manifiestan a la gente según su grado de espiritualidad.
Es muy larga y complicada la tarea de describir esos seres y cualquier irlandés bien nacido al que se le pregunte sobre el tema, pondrá los ojos en el horizonte y hablará inagotablemente hasta que se lo haga callar. Pues bien, no me quiero salir del relato a pesar de lo interesante del caso, para que no piensen que todo es mitología, o me hagan callar como dije. La historia sigue.
El abuelo John decía que los geniecillos habían cavado ese pozo hacía mucho tiempo, incluso antes que él naciera, sabiendo que un día iría a vivir allí. Así, cuando él construyó la nueva cabaña para la familia, a través del pozo pudo comunicarse con sus geniecillos amigos y con todo aquel reino invisible.
Como si eso fuera poco, tan gratos como increíbles amigos lo ayudaron a tener buenas cosechas, a mantener sano el ganado y a vivir plenamente feliz con su familia. Y así sería siempre que mantuviere libre su espíritu y amara a Dios y a su Obra por sobre todas las cosas. Y yo doy fe de que el abuelo John cumplía. Y creo firmemente en todo lo que él me relató durante los años de mi infancia, aunque parezcan niñerías.
Pueden creerme todo lo que escribo. Pero si no me creen, para que este relato sea tan hermoso como deseo y no lo relate en vano, hagan al menos como que creen y déjenme seguir, sin sonreirse con esa sonrisa compasiva que surge casi espontánea. Continúo.
Afirmaba el abuelo John que él conocía a los geniecillos del pozo y me decía que algún día yo podría también llegar a conocerlos si cumplía con la consigna espiritual.
Salvo él, ningún miembro de la familia vio algo anormal en el pozo, aunque no pretendo yo juzgar la conducta espiritual de ninguno de ellos. Y allí estaba entonces yo, recordando y meditando con la solemnidad de un benedictino, apoyado en el brocal del viejo pozo y sumándome extrañamente a sus centurias, en la misma postura ausente del John de medio siglo atrás.
¡El abuelo John! ¡Qué irlandés ejemplar! Todavía hoy lo recuerdo claramente alto y fuerte como el mástil de un navío, con sus cabellos blancos y su maravilloso acordeón azul que gorjeaba por las noches. Como el mago narrador de historias increíbles y el Maestro de su cultura milenaria. Con sus antiguas canciones de mineros y navegantes, con su risa de fuelle de herrería y sus ojos azules, según decía él, de tanto mirar el cielo y el mar. Con sus manos firmes y dulces, con sus cejas espesas y blancas como las de Papá Noel y con su indescriptible carisma, suma de todas las cosas que existen y que no, con un halo de misterio y bondad a su alrededor, con su alegría contagiosa… y con su bendito reloj de bolsillo. ¡Ah, el reloj…!
El abuelo John tenía un hermoso reloj de bolsillo, con una larga cadena que le caía por delante desde el cinto hasta el bolsillo. Según él era una preciada reliquia de la que jamás se desprendería, ni siquiera en la muerte. A nadie se lo prestó jamás, ni permitió que persona alguna lo tomara. Ni su esposa, ni sus paisanos, ni sus hijos pudieron verlo sino cuando él lo mostraba. Todos coincidían en que, por su aspecto, se trataba de una joya valiosísima, pero jamás pudieron lograr que John les permitiera examinarlo en detalle. No hubieron ruegos ni súplicas que valieran. En cuanto a su reloj, el abuelo se mantuvo siempre en una negativa total, serena e inexpugnable. Y todos sabían de sobra que nada podían esperar de él en lo que al tema se refería. Estábamos acostumbrados y aceptábamos su decisión sin chistar. Como debíamos aceptar todas sus decisiones, pues para eso era el jefe de la familia.
Apoyado en el brocal yo seguía recordando con una claridad inusual aquellas escenas de la infancia. Y en un momento me pregunté qué había sido de aquel niño que escuchaba las enseñanzas de su abuelo, extasiado y asintiendo apenas con la cabeza, con la boca demasiado abierta para responder.
Dudé de haber llegado a ser lo que él deseaba. Creí que no. Es muy difícil mantener el espíritu limpio y amar a Dios y a su Obra por sobre todas las cosas. Me dije que jamás llegaría, como el abuelo, a ver los duendecillos.
Abuelo… ¿qué dirías si volvieses y vieras a este nieto tuyo, gordo y barbudo como uno de tus genios malos? ¿Qué regaño le darías por no haber querido y sabido heredar tu sabiduría? Abuelo… ¿Qué fue de tu hermoso reloj, ese que decías no te podrían quitar ni en la muerte?
Y no exageró el abuelo, pues la única vez que no lo llevaba encima fue la tarde en que lo hallé durmiendo al sol en su mecedora, con el cinto liberado de la preciada cadena. Cuando se lo dije a mi padre, me miró incrédulo y fue presuroso a cerciorarse. No lo pudo despertar, pues el abuelo se había dormido en el sueño final, el definitivo. Se había marchado para siempre de entre nosotros junto a sus geniecillos bienhechores, al lugar de donde no se regresa. Del reloj jamás volvió a saberse.
¿Qué fue, abuelo John, de ti y de tu reloj?
Mirando el interior del pozo suspiré. Pregunté a las aguas y a los geniecillos del fondo sobre ellos. Pregunté una y otra vez. Y un par de lágrimas inevitables se sumaron a las aguas del pozo.
Entonces el pozo vibró suavemente y las aguas se llenaron poco a poco de luz. Un vaho tenue comenzó a subir hacia la superficie y perfumó mi rostro con esencias desconocidas. Me envolvió un sonido como de arpas que cubrió mis sentidos. ¡Oh, milagro! Sin que hubiere nadie por allí, chirrió la roldana, se movió la cuerda y el balde bajó hasta el fondo luminoso. Se hundió en la extraña luz y continuó así, descendiendo y descendiendo, quién sabe hasta qué desconocidas profundidades y qué misteriosas geografías.La roldana se detuvo un instante y giró luego en el sentido opuesto. Mis ojos se abrieron desmesuradamente y el corazón comenzó a latirme con una prisa aterradora. Confiaba en que todo sería como un sueño medio despierto, a causa del cansancio o del cúmulo de emociones.
Pronto el vaho ascendente trocó el miedo por una paz nunca antes imaginada, una felicidad casi celestial… y el pozo se hizo música, y su luz interna me permitió ver cómo el balde ahora subía, trayendo en su interior un ser pequeño, extrañamente vestido…
- No temas, viejo Keegan, no temas. ¡Ja, ja, ja!
El hombrecillo salió del pozo y se sentó cómodamente en el brocal, como en una agradable mecedora.
- No temas, Michael. Soy el amigo de tu abuelo, el otro viejo Keegan, el bueno de John.
Miré estupefacto al hombrecillo, pues me di cuenta que era nada menos que uno de los seres con que tantas veces había soñado en mi niñez.
- Me llamo Finn, amigo, y vengo, por decirlo así, del reino de más abajo. ¿Entiendes?
Apenas pude balbucir una afirmación. Si, comprendía todo, pero mis sentidos se negaban a obedecer. Estaba todavía bastante asustado, lo confieso. Creo que, si mis piernas me hubieran obedecido, habría adoptado la más cobarde de las huídas.
- Escuché tus pensamientos, Michael. Hacías mucho ruido con tus ideas. Te observé un momento, me pareciste algo simpático y vine a conversar un rato contigo. Y no es necesario que temas, créeme…
El extraño ser staba enteramente vestido de verde. Blusa, saco y pantalones ajustados. Largo gorro cónico doblado al medio y echado hacia atrás, adornado con una enorme pluma. Escarpines puntiagudos terminados en agudísimos cascabeles. Un grueso cinturón de enorme hebilla y una rara variedad de collar adornándole el cuello. Un maravilloso anillo en su anular izquierdo dejaba escapar pequeños destellos, como luciérnagas en la madrugada. Y sujeto al cinto, deslizándose en un bolsillo, imagínense qué llevaba Finn, el geniecillo… Sí, por todos los cielos, llevaba el reloj del abuelo…
- ¡Ah! ¿Te extraña ver otra vez el reloj de John?
Confesé que sí, tratando de unificar en la mente conceptos que se me escapaban, deslizándose a la incredulidad.
- Tal vez hayas olvidado las enseñanzas, Michael. Te explicaré todo con detalles. Escucha.
Y diciendo así, tomó una brizna de hierba y la colocó en una pequeña lámpara que hizo aparecer en su mano con un chasquido y la encendió con un fuego espontáneo que brotó de su dedo índice. Ya me estaba familiarizando con Finn y el miedo dejó paso al asombro. Seguimos charlando a la luz de la lámpara.
- Este reloj que me pertenece desde tiempos ignotos, estuvo en poder de tu abuelo. Se lo presté de por vida en prueba de amistad. Fue, como se llamaría en tu mundo, un préstamo vitalicio. Pero no es un reloj común, como los que usan ustedes. En nuestro mundo no hacen falta los relojes, pues en realidad el tiempo no existe. Es sólo una ilusión de los seres humanos mientras transcurren este paseo por el mundo a lo que llaman Vida. Y esto, que sólo parece uno de vuestros relojes, es una máquina para viajar en ese tiempo vuestro. Es una máquina para ver imágenes, como uno de esos ingenios vuestros que llaman televisor, sólo que los sucesos que aquí se ven son posibilidades de vida. Sive para ver el pasado, presente y futuro de cualquiera en cualquier lugar. Las usamos para ayudarlos a ustedes a vivir mejor. Sin nuestra ayuda, ya vuestro mundo habría dejado de existir hace mucho. Cuando se lo di a John, lo hice para que él pudiere ver su vida y obrar lo mejor posible para beneficio de él y de su familia. A nadie se le permite ver en esta máquina la vida de los demás, a riesgo de perder en el intento su inmediata posesión. Es necesario estar preparado para usarla. ¿Quieres, Michael, una demostración?
Me negué rotundamente y él rio de buena gana.
- Me alegras, Michael, me complaces. No es bueno para nadie espiar el tiempo. Cada vida debe seguir su curso sin impedimentos, porque para eso se nace. Todos tienen una voz interior que es la única guía que se les ofrece a los mortales para cumplir su paseo. Con eso les debe bastar. Distinto fue el caso de John, pues él estaba muy preparado para manejar estas cosas y otras de las que nunca habló.
Miré a Finn extrañado.
- ¿El abuelo John, preparado… Para qué?
- Ah, hijo, para muchas cosas. El era entre ustedes lo que se llama un sabio. Conocía los secretos de su antigua cultura y recibió enseñanzas de nosotros durante mucho tiempo. Tu abuelo era lo que en Europa llaman Druida.
Me sobresalté. ¿El abuelo John un Druida?
- Si, hijo, si. Un Druida, un Mago o un Hechicero, como algunos le prefieren llamar. Un Druida como Merlín. ¿Lo recuerdas?
- ¡Oh, sí! Merlín, el inglés.
- No, no, no. Inglés, no. Irlandés. Aunque en aquel tiempo Irlanda no era aún lo que es hoy. Pero esa es otra cosa de los hombres. Dividir la tierra que Dios les dio, gratuitamente y en abundancia, para venderla, distinguirla en naciones, provincias y condados y qué se yo cuantas endemoniadas piezas y fracciones. El día llegará en que no habrá más naciones en la tierra y todos los hombres, sin ningún distingo, formarán otra vez una única comunidad en un solo reino. Si, el reino del Amor. Pero aún falta para eso, todavía no están preparados. Recuérdalo.
Pasaron las horas y comenzó a aclarar por levante. Finn y yo habíamos estado charlando toda la noche y ya se le había cumplido el plazo para regresar.
- Nos veremos seguido, Michael.
- Si, nos veremos seguido, Finn.
- Y para sellar nuestra amistad, te ofrezco como a tu abuelo, otro préstamo vitalicio. Podrás conservarlo de por vida y, cuando mueras, volverá a mí por sus propios medios.
Lo miré atónito y sin saber qué responder. Pero mi egoísta humanidad me hizo pensar en el reloj mágico. Sería un préstamo realmente interesante.
- Te ofrezco este anillo antigravedad. Mira, el hombre que lo posee puede volar como las aves por donde le plazca y a buena velocidad. Te será muy útil, aún sin práctica.
Pero yo seguía pensando en el reloj.
- Humm… Te dije que es peligroso el reloj…
Pero yo no podía cambiar facilmente de parecer y me imaginaba viajando en el tiempo con el abuelo John.
- Michael, deja en paz a los muertos.
Me sentí avergonzado. Finn leía mis pensamientos.
- Tú no tienes preparación para usar el reloj y en esa condición significa más un problema que otra cosa. Esta máquina está animada por una energía muy poderosa que ustedes todavía desconocen y es muy perjudisial para quien la opera sin dominio sobre ella.
Y yo seguía tratando de sobreponerme a la ilusión de tener ese reloj en mis manos.
- Mira, Michael, hagamos un trato. Como no puedo esperar a que te decidas, te dejo el anillo y el reloj para que elijas tranquilo. Pero por sobre todas las cosas te hago estas recomendaciones. No desoigas tu buen juicio y no te alejes del pozo con los dos objetos a rriesgo de tu vida. Arroja al pozo el que no desees antes de irte y no permitas nunca que otro tome estos objetos porque están preparados sólo para ti y hará daño a quien los tome. Recuerda que el reloj no es lo mejor, piensa bien.
Nos despedimos efusivamente, como dos viejos amigos, ya que bien se podía decir que nos conocíamos desde hacía mucho tiempo.
Finn hizo desaparecer la lámpara aún encendida, en la misma forma mágica que la formó. Luego se dejó caer en el pozo como un buzo, pero descendió despacio, traspasó las aguas sin hacer ruido ni provocar movimiento. Las atravesó como si se hubiera hecho de aire o vapor. Y se fueron la luz y el sonido de las arpas. Y se fue el perfume desconocido y la paz arrobadora. Finn se marchó a su morada ignota, más allá de todo. Otra vez me hallé sólo junto al brocal, en el gran jardín cercado por el monte.
Me quedé contemplando meditabundo el reloj y el anillo. No sabía con qué quedarme y pensaba y repensaba recordando las severas instrucciones del geniecillo.
Ya el sol se había levantado tras del monte y una mañana nueva y maravillosa comenzaba a despertar por todas partes. Si no hubiera sido por los regalos habría pensado que todo fue un sueño. Pero Dios sabe que no lo era. Al inicio de una jornada plena de sol y rocíos agrestes, yo meditaba una vez más.
- Buenos días, don Miguel…
Caí en cuenta que debían ser ya las ocho de la mañana, puesto que había llegado Ramona, una antigua vecina, quien descendía de su estropeado sulky para preguntarme, como lo hacía siempre que me sabía de visita, si le encargaba algo del Ramos Generales.
Era esa la eterna costumbre de Ramona, la buena anciana morena que nos conocía a todos los Keegan actuales desde que éramos niños. Hasta nos había curado empachos y males de ojo en pasadas vacaciones de pantalones cortos y ojos llorosos.- Buenos días, Ramona. Voy pronto…
Pero Ramona ya venía a saludarme, con paso seguro a pesar de sus años y nada se lo podía impedir. Yo todavía conservaba los regalos de Finn y no me podía alejar del pozo ni permitir que Ramona los viera. Rápidamente seguí el consejo del geniecillo y arrojé el reloj al pozo para colocarme a escondidas el anillo. Luego de esto salí a su encuentro.
- Eh, don Miguel… ¿Qué hizo?
- ¿Por qué, Ramona?
- Pues… ¿por qué arrojó ese reloj al pozo?
Tuve que improvisar una respuesta salvadora.
- ¡Ah, el reloj! No, ese era un reloj que me habían regalado, pero no servía ni para mí ni para nadie.
Ramona me saludó con todo su cariño.
- Me pasó algo curioso, don Miguel. Cuando lo vi de lejos me pareció el reloj de su abuelo. ¿Lo recuerda?
- Si, Ramona, cómo no recordarlo… Aquel reloj fue un gran misterio para la familia…
- ¿Recuerda, don Miguel, que cuando murió su abuelo se dijo que se lo había llevado al cielo? ¡Quién sabe lo que pasó!
Ramona y yo hablamos un rato y le pedí que me trajera varias cosas del Ramos Generales para mi estadía de vacaciones ya que ella, me dijo, debía ir de todos modos.
Pronto se fue, agitando su mano desde el sulky.La miré hasta que se perdió de vista y se transformó en una estela de polvo levantada por caballo y carruaje en la ruta de tierra.
Ya el sol estaba alto sobre los campos de Navarro y pronto llegaría el nieto de Ramona, encargado de mantener la cabaña y el parque en mi ausencia, a efectuar algunas tareas.
Entre el follaje, cien pájaros alborotaban la espesura con sus trinos. Desde todas partes me llegaban voces de animales de las estancias linderas y algunas mariposas paseaban su colorido en los rincones del jardín.
Miré a mis alrededores, preso de una indescriptible emoción. Grité al pozo un saludo para mi amigo Finn y me dije que había llegado el momento oportuno. Nadie se veía por las inmediaciones. El verano paseaba feliz por los campos navarrenses. Miré el anillo, aspiré profundamente y cerré los ojos concentrándome. Si, podría hacerlo sin problemas. Abrí los ojos otra vez y…
¡Me fui volando a la cabaña!
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El reloj del abuelo